Mario Pérez Aguilar: capítulo de la novela «Las mujeres del profesor».

Nerón, el perro

Entonces la besó. Con ese beso que muerde el labio inferior, lo chupa, lo absorbe, como queriendo que se transforme en un pedazo de carne dura, dulce. Luego recurrieron al beso de las bocas abiertas, pegados los cuatro labios y las gargantas destempladas, inhalando el aliento del otro, sintiendo su respiración. Abriendo y cerrando las bocas. Pasaron luego al beso que hace chirriar los dientes, frotándose unos con otros, sintiendo su tamaño, su superficie lisa. El beso de los dientes suena a alegría cuando chocan los incisivos, absorbiendo saliva, succionándola, la secreción más erótica, más sublime. Se entregaron como siempre, rayando en la locura, dando la espalda a la realidad, tomando sus secreciones, orillándose al delirio.

Ricardo la había conocido una tarde, lejana ya, en la ciudad de México, sobre la avenida Cuauhtémoc, cerca de la estación del metro, cuando llovía a cántaros. En realidad él esperaba el camión que lo llevaría a la universidad donde impartía microeconomía. Ella pasó muy rápido manejando un Volkswagen sedán. Pasó tan cerca de la acera, que Ricardo, de pie, sosteniendo el paraguas, quedó empapado de un golpe. Nidia trató de verle la cara por el espejo retrovisor mientras se alejaba pero sólo alcanzó a ver esa seña muy conocida que significa una mentada de madre. El carro se detuvo. «¡Ah!, chingao, creo que me vio», pensó Ricardo. En efecto, ella lo había visto y al bajarse del coche echa una fiera en medio de una bullaranga de cláxones y mentadas de madre de los automovilistas, que también de golpe se detuvieron detrás de ella, caminó con determinación hacia Ricardo contoneando las caderas y dispuesta a echarle pleito. Pero conforme se acercaba y lo veía de cerca su ánimo fue cambiando. Lo vio tan amolado, con los ojos tristes y vestido de un viejo suéter empapado hasta las costuras, que se detuvo en seco. Él tenía veintiocho años y ella veintitrés. El trabajo en la UNAM, era el segundo empleo de Ricardo después de recibirse. Ella, para entonces, estaba en el periódico y aprendía el arte de la fotografía. Llegó hasta él. Ricardo no le quitó la vista de encima, en parte porque le sorprendió que fuera una mujer la que se había bajado del coche para ir a buscar pleito, y en parte porque quedó impresionado por aquellos ojos color miel que, mojados hasta los párpados, lo miraban entre espantados, sorprendidos y tímidos. Cuando estuvo frente a él no supo qué hacer ni qué decir. Él facilito las cosas.

—No te preocupes —le dijo—. Ya estaba mojado. Y este paraguas —y lo señaló con la vista— ya está muy viejo y tiene muchos agujeros.

A ella lo único que se le ocurrió fue ofrecerle un aventón a la universidad, pero él le hizo ver que estaba aún muy lejos, que se iba a desviar demasiado, y que además estaba muy mojado para llegar así a la escuela.

—El precio sería muy alto por una mojada —le dijo—. Y hoy en día la gasolina está muy cara.

De cualquier modo, con la presión de los coches detenidos tras el de ella, con su ruido ensordecedor y con la pena de Nidia, insistió en llevarlo. Subieron al auto y se perdieron por la calle de Coahuila rumbo a Insurgentes Sur, pero no fueron a la universidad. Ya se había hecho tarde y Ricardo había renunciado ya, por ese día, a impartir el tema de la formación de los precios en un mercado de competencia perfecta a los alumnos del tercer semestre en la facultad de economía.

Esa misma tarde Nidia le contó que vivía con sus padres en la colonia Roma, por el rumbo donde se habían conocido. Ricardo para entonces vivía muy cerca, en la colonia Narvarte. Ella estaba enfrascada con el periódico aprendiendo muy rápido la técnica fotográfica que la traía de cabeza. Cada vez que recordaban la forma en que se habían conocido los invadía la risa. A ambos se les hacía muy raro cómo había iniciado un romance en los días que siguieron. Él aferrado a una suerte de aventura quijotesca compitiendo con maestros de la talla de Francisco Gil y de Guillermo Ortiz, que en ese tiempo eran catedráticos de la UNAM, antes de irse, el primero, al Instituto Tecnológico Autónomo de México, y ser, posteriormente, Secretario de Estado; y el segundo, gobernador del Banco de México. Ella, por su parte, estaba involucrada en un proyecto que no entendía de bien a bien, primero como redactora del periódico cuando sus calificaciones en composición literaria y ortografía en la secundaria habían sido muy bajas, y luego, en un afán de cambiar el mundo por medio de texturas y colores, recurrir a una suerte de engaño de los sentidos cambiando la percepción de la realidad y verla más amable a través de la fotografía.

Pero los imposibles de ella y las batallas estoicas de él parece que en lugar de alejarlos los unieron todavía más y construyeron una amistad donde los polos contrarios se atrajeron por encima de las diferencias. Diferencias que usaron inclusive para que ambos opinaran abiertamente del trabajo del otro aun y cuando ignoraran hasta lo fundamental. Nidia podía hacerlo pues era una lectora imperturbable que devoraba los libros con que se topaba y Ricardo era un metodista en el estudio y su aprendizaje iba más allá de los acartonamientos. De modo que ella, con ese sexto sentido que la caracterizaba y con aquellas lecturas dispersas que hacía, se acoplaba de maravilla al método de Ricardo, quien, por otro lado, era un libre pensador, cuyos criterios científicos los fundamentaba con la maravilla del sentido común. «La causa-efecto —decía—tiene solución, siempre y cuando se analice dentro del extensísimo mundo de las casualidades.»

De hecho, pensaban que lo suyo había sido una maravillosa casualidad, y eso a lo mejor los unió más. Pero sobre todo, creían que su amistad se debía a su afinidad: ella una franca luchadora y él también. Ella una buscadora de experiencias nuevas sin importar si el dinero llegaba o no y él también. Desde aquel primer día del aguacero, cuando se sentaron a la mesa del VIP’S, a donde se metieron en lugar de ir a la universidad, coincidieron en una gran cantidad de ideas, principalmente en aquellas en donde el hombre (o la mujer) lucha por algo que lo (la) haga feliz, sin importar cuánto pudiera ser su consumo de cosas materiales en el mundo real. En un principio a Nidia le llegó a intrigar el hecho de que Ricardo estuviera fingiendo, pues era muy extraño que un individuo con formación de economista hablara con desdén de las formas de hacer negocios. Llegó inclusive a dudar de la calidad de sus clases: «Si no es importante para ti reproducir el dinero, entonces qué carajos les enseñas a tus alumnos.»

Pero él la puso en su lugar usando un recurso técnico que ella no entendió al principio pero que con el tiempo llegó a manejar muy bien. «La ciencia económica está en movimiento —le dijo—. Por eso es una ciencia. No está acabada, y tal vez nunca lo estará. Les enseño hasta dónde ha avanzado por ahora; y, más exactamente, en microeconomía deben aprender la teoría de la eficiencia económica de la empresa. Con eso pueden hacer negocios. Allá ellos si no lo hacen. Eso ya no me incumbe.»

Sus limitaciones y preferencias los fueron llevando al entendimiento. Iban a los hoteles de Tlalpan. A otro sobre viaducto, cerca de la colonia Buenos Aires. A veces cenaban y se emborrachaban en la zona rosa. Fue en un bar de esa colonia llamado La Ruina, al momento de estarse besando, amándose, tocándose en uno de los rincones, cuando una joven de unos diecinueve o veinte años se acercó a ellos y con una sonrisa en los labios les dijo:

—Hola. Estamos unos amigos ahí —y señaló una mesa entre la penumbra en la que había unos cinco o seis jóvenes más—. Y hemos hecho una apuesta en relación a ustedes. ¿No se ofenden?

Ellos, sorprendidos, dejaron de tocarse. Nidia se cerró los botones de la blusa y Ricardo se acomodó en el asiento.

—Depende de la apuesta —dijo Ricardo.

—Algunos de los que están ahí creen que ustedes son esposos y yo estoy entre el grupo de los que piensan que son amantes. ¿Qué grupo gana?

Nidia se adelantó:

—No conozco un solo matrimonio cuya mujer sea amada como yo soy amada por este perfecto amante —dijo.

La joven regresó a su mesa y al cabo de un instante escucharon el estallido de risas, aplausos y el batiburillo de risotadas y chiflidos en la mesa de los jóvenes. Para entonces Ricardo ya tenía treinta y cinco años y ella treinta, tenían siete años de estar amándose. No se habían casado, como a la postre nunca hicieron, y Ricardo, casi desde el primer año de estar juntos conoció a los padres de Nidia y a Nerón, su perro de toda la vida.

Era una casa sobre la calle de Coahuila. Estaba construida muy cerca de la banqueta. El zaguán, negro y metálico, era más bien una puertecita que al empujarla daba a una escalera que conducía a un segundo piso. Allí estaban la sala y el comedor. En el fondo, a la derecha, estaba la cocina y más al fondo había otra escalera pequeña que conducía a las habitaciones y al baño. A la entrada, por el margen derecho, podía uno introducirse por atrás de las escaleras hacia un patio interior. Ahí vivía Nerón. Era dueño y señor de su imperio de tres por tres, con su piso de cemento y una casa de plástico que, como Nidia le comentó a Ricardo, le había comprado muy grande cuando aún era un cachorro previendo que le sirviera durante toda la vida. Y de algún modo así fue. Nerón creció como una raza mezclada entre labrador y malish (dirían en Yucatán o en Cancún); es decir, entre labrador y corriente (como dirían en el centro del país). Su pelo negro azabache y su hocico alargado en una cabeza triangular daban el aspecto de un perro de raza, salvo por las patas que eran demasiado cortas para ser un buen labrador. Era el tesoro de Nidia. Se acostumbró a él desde que su padre lo llevó a casa en una navidad como pago de una deuda que tenían con él. Parecía un tlacuache, con los pelos parados y erizados y ese hocico demasiado largo. Conforme creció se fue convirtiendo en ese perro que todos esperaban que fuera: grande, fuerte, con las piernas firmes, pegando ladridos y lanzado dentelladas a los desconocidos.

Cuando Ricardo conoció a Nidia el perro ya tenía cuatro años con ellos. Se sentaban en la sala para ver la televisión y el perro subía al sillón y se metía, a como diera lugar, entre los dos. Cuando iban a salir al cine o a la universidad, Nerón inventaba una y mil argucias para retener a Nidia en casa. A veces bajaba a trompicones por las escaleras, corría hasta el patio y regresaba con su plato vacío en el hocico. Si hubiera podido habría dicho: «Tengo hambre, quiero comer.» Sabía que Nidia lo consentía como un niño. Aun cuando se hiciera tarde para los trabajos fuera de casa, Nidia, apresurada, ponía hervir la comida o la hacía si era necesario. Muchas veces abrió latas o vació bolsas de croquetas, para que cuando menos el animal comiera alguna comida rápida. Pero nunca salió sin cumplir lo que el perro le pedía.

Pero Nerón estaba demasiado acostumbrado a la comida hecha en casa, a la comida caliente, y por lo general dejaba casi intacto el plato de croquetas o de comida rápida, y por la noche ella se desvivía por él haciéndole de comer.

Mientras Nidia cocinaba, Ricardo la esperaba en la sala conversando con sus padres o viendo la televisión, y Nerón entonces se echaba cerca, a una distancia prudente, observándolo, vigilándolo. Daba la impresión que esperaba que se cansara o se aburriera y se fuera de la casa dejando ahí a Nidia. También parecía que lo vigilaba para que no se acercara a ella. De modo que cuando Ricardo le hablaba a Nidia desde la sala, Nerón de inmediato se ponía de pie y paraba las orejas. Parecía atento a lo que fuera a hacer la pareja y daba vueltas alrededor de Nidia y volvía a echarse. En ocasiones, cuando Ricardo se dirigía a la cocina, Nerón, de un salto, se le adelantaba y entraba antes que él, daba vueltas alrededor de las piernas de Nidia y prácticamente se echaba sobre sus pies. «Hazte a un lado», le decía ella acariciándole la nuca.

Mientras Nidia estuviera en casa sin Ricardo, Nerón estaba a sus anchas. Apenas él llegaba cambiaba de actitud pero se cuidaba de que no fuera muy evidente, salvo en aquellas ocasiones en que realmente metía entre ambos su cuerpo lleno de pelos o le ganaba el paso a Ricardo avanzando por delante para encontrarse con Nidia antes que él. Pero cuando iban a salir la cosa se ponía diferente. Había ocasiones en que se le ocurría hacer sus necesidades cuando la pareja estaba a punto de abrir la puerta para irse. Saltaba sobre Nidia, le ponía las patas en los hombros y le acercaba el hocico. Le lamía toda la cara sosteniendo entre los dientes la cadena como diciéndole: «Sácame, quiero cagar.»

Entonces ella cumplía con su deseo y lo llevaba, junto con Ricardo (si quería, o si no él se quedaba en casa con sus padres esperando a que ellos regresaran), a los parques que estaban atrás de aquellos multifamiliares que se cayeron durante el terremoto de 1985. Allí Nerón se daba altos vuelos y corría despavorido por los prados, se orinaba en cada árbol y correteaba tras las ardillas. Nidia lo sujetaba de la cadena cuanto podía y luego de defecar en alguna hendidura, mientras ella se agachaba para levantar las heces y ponerlas en una bolsa de plástico, el perro salía en estampida a correr de aquí para allá, zigzagueante entre los arbustos antes de regresar a ella con la lengua colgando. El paseo para cumplir con las necesidades fisiológicas del perro duraba media hora a lo sumo y volvían a buen paso, Nerón por delante con la cadena en el cuello, levantada la cabeza, erguido, como si volviera de una competencia en la que hubiera triunfado de manera clara y contundente. Volvía con aquella mirada que solemos tener los seres vivos cuando nos sentimos satisfechos de lo que hemos logrado, cuando sentimos que hemos alcanzado nuestro objetivo. Así se veía Nerón, y cuando entraba a la casa veía de soslayo a Ricardo, pasaba frente a él y se iba a echar en medio de la sala como diciendo: «Ya ves, yo soy el rey aquí, cabrón.»

Lo peor de todo era cuando fingía estar enfermo o que algo le dolía. Para retener a Nidia en casa, al momento de que percibía los movimientos de ella y de Ricardo tomando las chamarras, las llaves y preparando la salida, Nerón se acercaba a ella y le lamía los tobillos, untaba su torso entre sus piernas y la miraba con ojos de huevos estrellados. Entonces ella se estremecía. Pensaba que algo le pasaba y de inmediato se acercaba y le pasaba la palma por su nuca y por su pelo de la espalda hasta la cola. Entonces el animal emitía quejidos leves, o tal vez un llanto bajito y doblaba las patas delanteras y se echaba de frente poniendo la cabeza sobre ellas. Nidia lo llevaba al médico para que lo revisara. «Tal vez son parásitos», decía. Y luego salía del consultorio con un par de recetas prescritas para el estrés, pues en cuanto entraban con el veterinario el perro empezaba a dar vueltas en redondo tratando de alcanzar su propia cola con el hocico.

No había duda de que Nerón cuidaba de Nidia de una manera casi humana.

—Este perro está enamorado de ti —le dijo su madre un día en que Nidia entró a casa mojada hasta las costuras del vestido a causa del aguacero que se debatía allá afuera, y Nerón, al oír la puerta y verla en el vano parada chorreando a cántaros, corrió hasta las habitaciones de arriba, sacó del ropero una toalla y la llevó en el hocico hasta ella. Mientras Nidia se secaba apresurada, el perro le lamía las pantorrillas, los brazos y los muslos, buscando que la mujer quedara seca muy rápido y evitara resfriarse.

Pero lo que a la madre de Nidia le llamaba más la atención eran dos cosas. Una, la forma en que el perro recibía a Nidia cuando llegaba a casa. En la época en que a su hija le habían anunciado en el periódico que era mejor que dejara los reportajes y se dedicara a la fotografía, Nidia cayó en una grave depresión porque sentía que había fallado en el reto de superar sus limitaciones en la escritura y corregir sus errores ortográficos. Luego superó esa crisis cuando le encontró el sentido artístico y creativo al oficio de tomar fotos. Pero mientras estuvo en esa situación de depresión llegaba a casa muy triste y su mirada reflejaba un dejo de amargura mezclada con una situación de estar al filo de la navaja en una decisión, la cual podría inclinarse a abandonar todo. Y fue en esos años cuando Nerón casi no dormía en el patio. La esperaba prácticamente junto a la puerta de la calle, junto a aquel zaguán metálico pintado de negro. Cuando Nidia metía la llave a la cerradura el animal se ponía de pie como impulsado por un resorte y esperaba, acercándose a la puerta y estirando el cuello, a que ella entrara. La recibía entonces a besos. Saltaba sobre ella, ponía sus patas sobre sus hombros y empezaba a lamerle toda la boca y la cara. Ladeaba un poco la cabeza para mirarla, untaba su hocico en la mejilla, sacaba la lengua y lamía los labios de Nidia. No dejaba de lamerle mientras ella lo abrazaba. Esta situación duraba a veces hasta cinco minutos, a menos de que fuera interrumpida por la voz de la madre de Nidia diciéndole que evitara que el perro le hiciera tantas fiestas. Pero esa costumbre, una vez pasado el periodo de crisis de Nidia, se les quedó a los dos. De modo que cuando Nidia volvió a ser la misma de antes, con la cámara colgada al hombro, cuando llegaba a casa Nerón no la esperaba echado tras la puerta, pero apenas escuchaba que se abría y oía los pasos, se precipitaba por la escalera de la entrada y la recibía siempre a besos. Entonces no se quedaban de pie junto a la puerta sino que llegaban hasta la sala de estar con su fiesta y Nidia se tiraba a la alfombra o al sofá y Nerón se subía sobre ella lamiéndole toda la cara.

La segunda cosa era la forma en la que el perro miraba a Nidia. Estamos de acuerdo que hay miradas de todo tipo: dulces, graves, simples, inteligentes, de odio, de temor, de miedo, de terror, etcétera. Se podría hacer una grande y muy larga lista. Pero la mirada de amor, o la mirada de parecer como un estúpido, o estúpida, viendo al sexo opuesto (en los heterosexuales), es una mirada sui géneris. Mirada que se da desde luego en los humanos. Y aún en ellos es difícil de percibir, a menos de que esté combinada con babeo. Pues quizá fue, efectivamente, por esto último, (como complemento húmedo inequívoco), que la madre de Nidia confirmaba que Nerón se había enamorado de su hija. ¡Hay que imaginarlo! ¿Cómo percibir en un animal una mirada de enamoramiento? Habría que estar loco, o cuando menos un poco. Y así se lo decía Nidia a sus padres, porque para esto eran los dos, no sólo la madre sino también el padre de Nidia, quienes pensaban que el animal había caído en ese estado de enajenación en que parecen vivir los seres enamorados.

Mientras Nidia veía la televisión junto con sus padres, e inclusive estando al lado de Ricardo (al perro esto no le importaba, o tal vez sentía que era parte de la competencia por la mujer), Nerón se ponía de pie junto al sillón, ladeaba la cabeza y la movía de manera lenta y pausada de un lado a otro sin quitarle la vista a Nidia. Le clavaba la mirada, hacía un gesto como si fuera dueño de un hocico sonriente,  y así se estaba durante largos minutos, echado después en medio de la sala moviendo la cabeza de un lado a otro y observando a Nidia con ojos que parecían sonreírle, con ojos sumidos en un gran abismo de felicidad. Hubo un día que, echado en el piso de la sala, esa actitud se prolongó tanto, tal vez por diez minutos o más, que fue imposible que los cuatro, que en ese momento veían la televisión, no se dieran cuenta. Se cruzaron las miradas. Nidia se sonrojó tanto, quizá como nunca en su vida, estando a punto de la risa, y no pudieron aguantarse más. De modo que los cuatro, casi al mismo tiempo, soltaron sonoras carcajadas que llevaron a Nidia a una risa hasta las lágrimas. El que se sobresaltó fue el perro. Se puso de pie de un brinco y miró a los cuatro, extrañado. Retrocedió un poco. Nidia le llamó y le extendió la mano mientras seguía sonriendo. Pero el animal retrocedió aún más. Parecía como si hubiera entendido que su amor perruno les había producido a los humanos únicamente gracia, y aquello a él le producía confusión. Tal vez entendió que debía de dejar sus sentimientos amatorios para especies de su raza, de su condición de perro.

Bueno, se puede especular hasta donde se quiera, pero lo que resultó de todo aquello no fue nada. A todos muy pronto se les olvidó el incidente, incluido Nerón, y la normalidad volvió a la casa con los besuqueos y las miradas enamoradas de Nerón.

Ese era el ambiente en que conoció Ricardo a Nidia, y algunos años más tarde, cuando se fueron a vivir al departamento de la Narvarte, la tristeza de Nerón fue inconsolable. Pero años antes, en las pláticas de sobremesa y en los rasgos de intimidad que van teniendo las conversaciones cuando las personas se conocen cada día más, sobre todo cuando el sentimiento de una persona por otra empieza a ser más grande y más firme, los padres de Nidia le contaron a Ricardo cuando su hija se vio muy grave cuando tenía apenas veintiún años. Empezó con calenturas, luego con desvanecimientos y después de varios estudios le diagnosticaron una inverosímil infección vaginal por un herpes muy avanzado y nunca tratado. El médico no tuvo que pensarlo mucho para recomendar medicamentos que, aunque se corriera el riesgo de que provocaran esterilidad temporal o permanente en ella, eran las únicas efectivas para evitar daños irreversibles futuros e inclusive poner en peligro su vida.

Tomada la decisión el tratamiento inició de inmediato y Nidia salvo la vida a costa de que quizá ya no podría tener hijos. Ricardo tomó las cosas como venían, sobre todo porque se trataba de un asunto que llegaba a él a “toro pasado”. Ya amaba a Nidia y esa condición de mujer incapacitada para cumplir como madre biológica le trajo un recuerdo un poco borrado por el tiempo de la bisabuela de Úrsula Iguarán, que en otras circunstancias, en otro tiempo y en un acto demasiado lúdico, había quedado incapacitada como mujer al sentarse sobre el fogón encendido cuando el pirata que navegaba en el Caribe, Francis Drake, se plantó en Riohacha e irrumpió en la casa de los Buendía con su asesido de hombre violento y bragado. No supo porqué pero cuando escuchó la historia de Nidia, vino a su mente ese pasaje de Cien Años de Soledad que había leído hacía ya tantos años y que estaba escondido en alguna parte de sus recuerdos. Floreció de golpe y tal vez pudo ver en Nidia, aún joven, los rasgos del personaje de la gran bisabuela y de algún modo encontró dos líneas paralelas entre las dos mujeres. Años después, ya viviendo en Cancún, el hábito de Nidia de usar lentes con hilos de diferentes colores y estarlos intercambiado entre la lectura y el sol radiante del Caribe, unos para ver y leer y los otros para cubrirse del sol, encontró a una Nidia-Úrsula, o una Nidia prospectiva de Úrsula, que llenaría de manera sorprendente sus días más difíciles y sus largas noches de trabajo y de insomnio.

Cuando le contaron la historia, Nidia hizo arrumacos y se ovilló en sus brazos. Él la sintió como nunca. En estos asuntos Nerón era totalmente rebasado y su único consuelo era obedecer la orden del padre de Nidia y bajar hasta el patio interior y meterse en su casa de plástico.

Para cuando ambos dijeron a los padres de Nidia que se irían a vivir juntos al departamento que Ricardo tenía en la Narvarte, habían pasado ya varios años de ser novios. El único que sufrió hasta la muerte fue Nerón. Se negó a probar bocado y ya no quiso subir a la sala de estar, salvo cuando la pareja llegaba de visita a la casa de la Roma. En un principio pensaron en llevarlo con ellos pero el departamento era muy pequeño, la zotehuela de dos por dos estaba saturada con el lavadero, el calentador y una lavadora pequeña. Aún así lo llevaron por tres días, pero sus ladridos de labrador espantaban a los vecinos, ahuyentaban las fiestas y convertían al edificio en una verdadera caja de resonancia.

—Se va el perro, o se van los tres —les dijo un día la administradora del edificio.

Tuvieron que devolverlo a la casa de la Roma. Nidia se esforzaba por visitarlo todas las tardes pero se le hacía casi un imposible. Su trabajo de fotógrafa le exigía estar atenta a cualquier hora del día para ir a cubrir, junto con los reporteros, las notas policíacas y las entrevistas con funcionarios públicos. Cuando estuvo después en la sección de espectáculos, que fue cuando mejoró su técnica para hacer de la fotografía un arte, pensó que iba a tener más tiempo, pero resultó ser peor, pues tenía que acudir a cualquier hora de la madrugada a sacar las placas en las fiestas de los actores y actrices. Al principio visitaba a sus padres tres días por semana, luego fueron dos, y después se conformaba con un día hasta que su nueva vida le fue ganando y el animal ya no quiso subir a la sala y dejó de comer.

Un día desapareció. A partir de que Nidia se fue al departamento de la Narvarte, su madre sacaba a Nerón todas las tardes a los parques de atrás de los multifamiliares. Cada vez se le veía más triste y caminaba más despacio. Se balanceaba un poco a la derecha al caminar y casi todo el tiempo, después de dejar las heces en la misma hendidura y de rociar varios árboles de orines, en lugar de salir corriendo como lo hacía antes se echaba en el pasto y contemplaba, distante, las calles adyacentes rumbo a la avenida Cuauhtémoc. La madre de Nidia, mientras tanto, se sentaba por un instante en una banca cercana a esperarlo. De ahí despareció.

Esa tarde, en un momento de distracción, cuando la madre volteó de nuevo a donde estaba echado ya no lo vio. Pensó al principio que pudo haberse ido por aquellos caminos que recorría con Nidia y lo buscó llamándole por su nombre. Se puso de pie y camino hacia el fondo del parque gritándole. Mientras más le hablaba más presentía que Nerón se había ido para siempre y más se le quebraba la voz. Después de buscarlo por más de una hora, durante la cual estuvo preguntando por él a las muchas personas que estaban en el parque, al borde de las lágrimas, tomó la determinación de regresar a casa. Le marcó a Nidia y le dio la noticia. Ella llegó corriendo junto con Ricardo, que esa tarde sólo había tenido una clase de tres a cinco en la universidad y, junto con el padre de Nidia, regresaron al parque. Le estuvieron llamando durante otras dos largas horas pero todo fue inútil. Nerón no apareció. Era muy difícil de que lo hubieran robado pues era un animal grande, bravo con los desconocidos y sabía defenderse.

Cuando volvieron a casa dijo la madre de Nidia:

—Se fue a morir a otro lado. Esos perros así son. No les gusta causar tristezas. Su comportamiento es sumamente estoico, pero qué le vamos hacer, ellos son así.

Nidia sufrió mucho su partida y prácticamente cayó en cama. No entendía porqué se había ido. Si iba a morir en realidad no le había dado oportunidad de llorar con él, sufrir con él, cuidarlo en su lecho de convalecencia, darle sus medicinas, llevarlo al veterinario y seguir sus instrucciones para que tuviera un bien morir. Sintió en esos días que más bien lo odiaba por haberse ido sin avisar, por haberla dejado con la incertidumbre de su paradero. Lo lloró por muchos años, tal vez por lustros, porque aún estando en Cancún se acordaba de él y derramaba una lágrima. Ricardo la consoló como pudo porque no era muy hábil para entender a los animales, y menos cuando tenían comportamientos tan extraños como los tuvo Nerón.

Dos años más vivieron en la ciudad de México y luego, invitado por la Universidad de Oaxaca, Ricardo le dijo a Nidia que iría a dar clases allí. Por fortuna ella consiguió rápidamente su cambio en el periódico y casi sin pensarlo se trasladaron a la antes llamada Torquemada. Después de varios años decidieron ir a vivir a Cancún porque ese sitio siempre ejerció en ellos una fuerza de atracción descomunal, tal vez contagiados por su belleza natural y por sus vestigios de historia.