Eduardo Serna

El país prohibido 

Alejándose del puente en el que vivió, John Taylor, de 28 años, empuja su carrito de

supermercado lleno de cacharros que vende a las recicladoras de L.A. En el 2015 John sufrió una

lesión en la rodilla. Un médico traumatólogo graduado de la Johns Hopkins University, tomó el rol

de agente de viajes, al extenderle la receta que fue su boleto al exilio social. Por su condición,

John, tuvo que migrar a los basureros de la ciudad que arropa la fábrica de sueños falsos del

mundo. Alejándose de ese puente gris en el que vivió, este será el día en que John Taylor

comprará su última dosis de fentanilo y entonces dejará de ser él. Por la tarde se convertirá en

una cifra estadística, para así nuevamente volver a ser parte del país que le fue prohibido.

La fogata

¿Y si desde el inicio solo fueron ellos? ¿Y si nunca hubo paraíso terrenal? ¿Y si nunca existió un dios? ¿Y si la serpiente nunca manipuló a nadie? ¿Y si él, por sí solo, decidió devorar la manzana y lo demás?

Sentada en el cofre de un Mercedes Benz abandonado, lo vio cortar el árbol. Probablemente, el último. Ella estaba ahí, impotente, y no podía detenerlo. Cerró los ojos y su memoria repasó el camino que los había llevado a ese sitio. La invadieron imágenes del pasado y sintió el dolor de recordar: “Nuestras manos acabaron con todo”. 

            El aire era irrespirable, el mundo se volvió desierto y nada asomó de entre los templos: almacenes vacíos, tiendas departamentales destruías, rascacielos fálicos en ruinas. En la calle, billetes y otros documentos flotaban entre despojos. Ella recordó con vergüenza la vida que soltó para conseguir la gracia de este dios inútil. Sentía una culpa terrible. Ahora lo comprendía todo.

            Laptops, autos, Smart Phones; ropa, pantallas, adornos, joyas; dominan a la humanidad. Todos compraron hasta la extinción y exprimieron la última gota de la esencia humana: todo tenía precio y likes, la vida carecía de valor, las cosas sí valían. Poseer era la forma de rezar. 

            En las redes sociales se desbordó la capacidad de adquirir ropa, cuerpos, viajes; lifestyle, qué mejor espacio para vender y, claro, comprar. Exaltar el ego para convertirlo en doctrina. Las guerras mutaron en transacciones crueles y todos callaron, pues esta religión resultaba fácil: el único ritual consistía en no hacer nada y compartirlo todo; jugar a saciarnos, a entumecernos con comida modificada mientras participábamos de la violación sistemática de la tierra.

            Ella abrió los ojos. Lloró al ver que el árbol yacía en el suelo, cercenado. Él se preparaba para convertirlo en leña y su técnica de corte resultaba impecable, la faena no dejaba duda de su eficacia y contaba con las herramientas adecuadas: las manejaba con pericia, en su rostro se notaba la concentración. Era como máquina. Su mirada sin brillo había perdido ya toda humanidad, se concentraba en la tarea de encender una fogata. 

            Esa noche celebraría una cena, la última. Y la cena permanecía atada al cofre de un Mercedes Benz abandonado. 

Eduardo Serna: Estudio la carrera de diseño gráfico. Apicultor interesado en la conservación de la naturaleza. Poeta, cuentista y ensayista. Propone una visión analítica y critica de los caminos que está tomando el mundo. Ha participado en varias lecturas colectivas de poesía y ha publicado diversos artículos de opinión y ensayos. Practicante de la filosofía budista.

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