Marco Antonio Murillo (Mérida, Yucatán, 1986). MFA en Creative Writing por la Universidad de Texas en El Paso. Premio Nacional de poesía Rosario Castellanos (2009), Premio Estatal de la Juventud en Artes (2015) y Premio de Poesía Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco 2020. Ha sido Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (2016-2018), y del FONCA Jóvenes creadores (2019-2020). Es Autor de los poemarios Muerte de Catulo (La Catarsis Literaria, 2011; Rojo Siena, 2013), La luz que no se cumple (Artepoética Press, 2014) y Derrota de mar (Jaguar Ediciones, 2019).
Los siguientes poemas pertenecen al libro Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos, el cual recibió el Premio de Literatura Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco, por la FIL Guadalajara y el Museo de Ciencias Ambientales.
PALABRAS PARA TENSAR UNA CUERDA
Uno deja de buscar su nombre
en las palabras, antes
de abandonarse a una cuerda
y padecer
el peso muerto de sus pulmones.
Una ciruela oscura
en la garganta de la sombra.
Así hallarán el cuerpo.
Verán que hubo tantas ganas de morirse
en tres metros de cuerda,
que las últimas cosas
que procuró
el difunto en vida
se volvieron signos malditos:
la silla, el nudo,
la inerte
viga en el techo, aun persistiendo
las horas sin romperse,
tensándose
el destino en las palabras
oxidadas por la muerte.
Las palabras no nos salvarán,
y cuando estemos al fin
en silencio
con los párpados
ya cosidos
al más amable de los sueños,
vendrá la muerte y no
tendrá nada
de nosotros, al contrario,
nos pondrá en el bolsillo
dos opacas monedas
que valen por centavos, una
en pago
por las ansiadas horas
que ya no viviremos, otra
para olvidar
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AL CONTRA LUZ DE LAS COSAS
En el fusible fundido
de la casa, en los alfileres
que nos pinchan los dedos, los muertos
apagan sus angustias
o dejan clavadas las mariposas del odio.
Tal vez esto sea la resignación: darle
a las pertenencias del difunto
el lugar correcto de la muerte. Así podrá
utilizarlas de nuevo (un suéter, un paraguas,
incluso un monedero) y conciliar
los contrarios que halló en la carretera
hacia otra casa. No es cierto
que los muertos nos dejen solos
en los quehaceres diarios: hasta
en la manguera del jardín
que de pronto dejó de funcionar, la memoria
de ellos, con todos sus laberintos de agua quieta
y de barro, se cumple para que no olvidemos
su destierro.
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NO HAY NADA, SÓLO SON LOS ÁRBOLES
Qué oscuro conversan los murciélagos en la hora
en que está quieta la casa. Se parecen
a ciertos ancianos que delante del recuerdo
balbucean una historia pendiente años atrás.
Nosotros, como los murciélagos,
no dormimos, escuchamos
nuestros bostezos abrirse
y apagarse
como un astro demorado en el oído.
El inquilino nos llama endemoniados, asegura
que nada benigno vuelve para decir qué hay
tras el ciprés más viejo de la casa.
Se refiere a nosotros según la hora
en que los suyos huyeron:
¿Padre Cáncer? ¿Abuela
ya sin un latido?¿Hermana Pequeña:
navaja que sangraba miel?
Y nosotros permanecemos despiertos
hasta el día siguiente
cuidando que las ramas del sueño
no crezcan más que las ramas de la muerte.
Cuando despierta el inquilino
sólo habla de guardar
sus cosas de vidrio,
y mudarse a otro lugar;
lejos, a donde nunca llegue la noche
y no le moleste la maleza del patio.
¿Qué sabe el inquilino de esta casa
y de lo que ya no duerme?
Tiembla en sus ojos el ciprés
cuando se pregunta
si en verdad escuchó algo
la noche anterior.