«La ignorancia poética y la adulteración de las calaveras». Una amonestación de Juan Domingo Argüelles.

En esta época del año cuando intentos de calaveras literarias hacen su ataque sobre nuestros espacios mediáticos, incluso en las redes sociales una aplicación puede escupir una sopa de letras (pero con un marco morado, flores de cempazúchitl y dibujitos) que supone ser tu propia calaverita literaria para compartir y recibir likes, vale la pena leer a Juan Domingo Argüelles y su visión sobre esta forma de la poesía tradicional mexicana, lo que es, lo que no es, y lo que se supone debiera ser.

A continuación reproducimos íntegramente un par de textos de Juan Domingo Argüelles, publicados años atrás en La Jornada Semanal.

‘Calaveras ciclistas’ (J.G. Posada)

La adulteración de las calaveras

Todos los años, cuando se acerca el 2 de noviembre, o sea el Día de los Fieles Difuntos, aparecen por todos lados (¡hasta en las secciones de espectáculos de los diarios!) los versificadores espontáneos, presuntos autores de calaveras, este subgénero satírico que tuvo sus inicios en los últimos años del siglo xix, pero que posteriormente, salvo excepciones, acabó falseándose, adulterándose hasta pasar de la sátira social al elogio descarado acerca de políticos y figuras públicas y comediantes y actricillas de la farándula televisiva, de modo tal que en vez de censurar los vicios de los aludidos, y por los cuales se deberían ir en vida a la tumba, se desnaturalizó dicho sentido crítico y, contrarias a su intención original, las calaveras terminaron por alabar, celebrar, festejar las dudosas virtudes de los calavereados. (Y año con año, hasta los políticos más desprestigiados aspiran a ser saludados lisonjera y aduladoramente por algún barbero de quinta.)

Quizá todo esto se deba a que no existe del todo una definición y una caracterización precisas de lo que en un principio fue en México una calavera. En su Diccionario del español usual en México, los redactores dirigidos por Luis Fernando Lara, tan sólo señalan, en su quinta acepción, que una calavera está hecha de «versos festivos que se escriben en noviembre con motivo del día de muertos, y que pretenden ser el epitafio de una persona viva». En ningún lado se agrega que este carácter festivo debe ir acompañado de un sentido satírico y aún sarcástico, como es común en las mejores calaveras que hasta nuestros días han llegado. Respecto de métrica y de rima, nada dice tampoco el Diccionario del español usual en México, pero es claro que los versos no pueden ser de la medida o el capricho que a cada quien Dios le dé a entender y que aun así se sigan llamando calaveras.

El mejor ejemplo de una calavera que pone el Dr. Atl en su libro Las artes populares en México (1922) es aquel de intención aguda, eminentemente popular, que tiene su fuerza y su eficacia en «el arte de decir». Agrega que son «versos anónimos que vuelan de boca en boca, saturados de trágica ironía, como aquellos que nacieron después del drama en que Carranza perdió la vida en las serranías del estado de Puebla, versos macabros dignos de ser escritos al pie de la estatua de Huitzilopochtli y que comienzan así: «Si vas a Tlaxcalantongo,/ tienes que ponerte chango,/ porque allí a barbas tenango/ le sacaron el mondongo.»

Similar sería la sátira calavereada para un gachupín de quien se celebra anticipadamente su viaje al otro mundo: «Aquí yace y hace bien/ Venancio el de Santander./ Como vino a hacerse rico,/ nada más vino a joder.»

Las hojas volantes de Manuel Manilla (1830-1895) y de José Guadalupe Posada (1852-1913), publicadas en los últimos años del siglo xix y los primeros del xx, dan perfectamente las características de las calaveras: versos festivos, sí, pero imprescindiblemente satíricos, para nada lisonjeros, perfectamente medidos (ocho sílabas cada uno, es decir octosilábicos), en estrofas de cuatro versos y con rimas consonantes en al menos dos versos alternados cuando no en los cuatro.

La «Calavera tapatía» (1890) de Manuel Manilla es más que elocuente en este sentido: «El país tengo recorrido/ con mi cuchillo filoso,/ y nadie, pues, me ha tosido/ tan bien como yo le toso.// Porque aquel que la intención/ tuvo en toserme de veras,/ rodando está en el panteón/ con muertos y calaveras.// Aquí he matado poblanos,/ jarochos y toluqueños,/ tepiqueños y surianos,/ de Mérida y oaxaqueños.// No resiste ni un pellejo/ mi cuchillo nuevecito:/ He muerto de puro viejo/ pues fui en mi vida maldito.»

Por su parte, José Guadalupe Posada, en su hoja volante «Revumbio de calaveras», perfecciona la sátira y fija los elementos técnicos y estéticos de la calavera: «Quien quiera gozar de veras/ y divertirse un ratón,/ venga con las calaveras/ a gozar en el panteón.// Literatos distinguidos/ en la hediondez encontré/ en gusanos confundidos,/ sin ellos saber porqué.// Y en gran tropel apiñados/ Los vendedores corrían/ contentos y entusiasmados/ por el negocio que hacían.// Cereros de sacristía/ que roban la cera al rato,/ que con mucha sangre fría/ se echan el sufragio al plato.»

Siendo las calaveras un subgénero poético mexicano, emanado del sentimiento popular, surge para censurar, criticar, atacar y ejercer la burla contra los poderes establecidos de todo tipo (político, social, económico, cultural, etcétera), a manera de festiva revancha contra los que en vida siempre ganan. Las calaveras pertenecen indudablemente a lo que Gabriel Zaid ha denominado la poesía popular burlesca de México y de la cual incluye varios ejemplos en su imprescindible Ómnibus de poesía mexicana.

En las «Calaveras de las elecciones presidenciales (1919)», publicadas por Vanegas Arroyo, leemos: «Yo os propongo al nunca bien/ ponderado y grande mico,/ ilustre Chónforo Vico,/ escapado de Belén.// Prófugo de las Marías,/ gran maestro en la ganzúa,/ instruido en San Juan de Ulúa/ y en la Penitenciaría.// Sabe abrir las cajas fuertes/ y extraer una cartera./ Ha sido gran calavera/ y debe catorce muertes.// Elegid pues pueblo amado/ sin dudar y a tapahocico/ al muy ilustre y nombrado/ y noble Chónforo Vico.// Después de discursos tales/ llenos de frases sinceras/ se fueron las calaveras/ a las urnas sepulcrales.// Salió electo presidente/ por su real y hermoso pico/ el notable, el prominente,/ ilustre Chónforo Vico.»

Si en México hay un subgénero de poesía tradicional satírica, es el de las calaveras; así como cartón político es por definición crítico, las auténticas calaveras concentran en sus versos octosílabos y rimados una devastadora crítica social e individual que año con año una buena cantidad de zalameros tergiversa y adultera.

J.G. Posada

La ignorancia poética

La ausencia de lectura en voz alta en las escuelas ha generado no sólo falta de comprensión en lo que se lee, sino también ignorancia de eufonía o lo que es lo mismo sordera poética.

En general, los mexicanos (incluidas personas cultas o con instrucción) no tienen conocimiento de técnicas elementales de la versificación:  por ejemplo, y sólo por citar dos aspectos básicos, no saben distinguir entre una rima asonante y una consonante, y no tienen la menor idea de la forma en que se miden las sílabas en un verso. La escuela ha producido y sigue produciendo generaciones antipoéticas.

Son muchos los que creen que es suficiente que los versos terminen en una misma vocal para que exista la rima, y en cuanto a la medida, suponen que las sílabas gramaticales son equivalentes a las sílabas métricas. Desconocen el ritmo y la música interna de un verso. Por supuesto, no saben de hiatos ni sinalefas. Si tuvieran al menos una noción de esto, podrían comprender por qué las sílabas gramaticales no equivalen siempre a las sílabas métricas.

No les enseñan en la escuela, porque ni los mismos maestros lo saben, las llamadas licencias poéticas, y no existe en el sistema escolar público algo que sea realmente “metodología de la lectura”. Por ello ignoran que cuando un verso termina en palabra aguda (con acento tónico en la última vocal), se suma una sílaba, y no saben que cuando el verso termina en palabra esdrújula (con acento prosódico en la vocal de la antepenúltima sílaba), se resta una sílaba.

Ignoran que, en la poesía, el ritmo es fundamental, y que en un verso la distribución de los acentos crean una especial música que lo hacen inolvidable. Un verso puede echarse a perder por una palabra de más o de menos.

Al arte de medir sílabas en la poesía se le llama escandir. Tenemos una sinalefa cuando un diptongo o un hiato entre el final de una palabra y el inicio de otra se cuenta como una sola sílaba; incluso ocurre con los triptongos. El hiato, en cambio, es lo contrario:  es romper un diptongo y crear, artificialmente, dos sílabas en donde sólo había una.

Lo extraordinario es que José Alfredo Jiménez, que era autodidacto, sabía perfectamente medir y rimar sus versos:  “Yo sé bien que estoy afuera,/ pero el día que yo me muera,/ sé que tendrás que llorar.”

En este ejemplo, los dos primeros versos, que terminan en palabras llanas o graves, tienen ocho sílabas, mientras que el tercero, que concluye en palabra aguda, posee siete, pero por regla poética se le suma una sílaba más (por el acento final) y queda en ocho.

Gente que ha ido a la universidad no sabe esto y es muy fácil verlo, cada año al menos, cuando realizan sus “calaveras” en el Día de Muertos. No saben contar sílabas y no tienen idea de la rima; carecen de mínima cultura poética, y en parte todo esto se debe a la escuela o, para decirlo mejor, a la ineptitud del sistema educativo mexicano.

La mayor parte de las “calaveras” o “calaveritas” que aparecen en los periódicos están escritas como Dios le da a entender a cada quien: sin ton ni son, sin ritmo ni medida, con falsas rimas, sin música y, claro está, muchas veces sin ingenio.

Lo alarmante del caso es que la “calavera” es una forma tradicional de la poesía popular mexicana (semejante al corrido), de versos octosílabos, generalmente en estrofas de cuatro. Ejemplo anónimo:  “Es una verdad sincera/ lo que nos dice esta frase:/ que sólo el ser que no nace/ no puede ser calavera”. Las rimas son perfectas (consonantes), y la métrica, impecable (todos son versos octosílabos). Otro ejemplo, también anónimo, de hace un chorro de años:  “Calaveras elegantes/ son todos los magistrados,/ los médicos y abogados,/ y también los estudiantes.”

El autor anónimo del “Corrido del hijo desobediente”, sabía también rimar y escandir a la perfección: “Ya con ésta me despido,/ que me lleve la corriente,/ y aquí se acaba el corrido/ del hijo desobediente.”

Si Santiago, el personaje de Vargas Llosa en Conversación en la Catedral, se preguntaba “en qué momento se había jodido el Perú”, nosotros tenemos buenas razones para preguntarnos en qué momento se jodió la educación en México, incapaz siquiera de transmitir el saber popular y tradicional de quienes, sin mucha ciencia, tenían un dominio técnico perfecto de la retórica y la poética.

El siguiente refrán pareado es otro buen ejemplo:  “De este mundo sacarás/ lo que metas, nada más.”  No son siete sílabas, sino ocho, por su terminación en palabra aguda. Y la rima es perfecta. Algo que está en el refranero popular, hoy no lo puede hacer la gente ni yendo a la escuela.

Domingo Argüelles, Juan . (2 de diciembre de 2012). La ignorancia poética. La Jornada Semanal (Num: 926)

Domingo Argüelles, Juan. (2 de noviembre de 2003). Jornada de Poesía. La adulteración de las calaveras. La Jornada Semanal (Num: 452)

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