Melbin Cervantes

 

Melbin Cervantes Cancún, Quintana Roo, 1991. Antologado en Karst-Escritores de la Península Yucateca en 2016. Autor de Las huellas que dejó el silencio (2016). Radica en Cozumel.

 

 

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No podía creerlo. El trabajo de mi vida al garete. Oddi Nebrum, virtuoso maestro, sólo comparable con Rembrandt, me había brindado una última oportunidad de redención, y ahí en el lienzo no había nada más que un blanco infinito y estéril.

El maestro llegaría por la pintura en menos de una hora.

Todo perdido, mi afán, mis metas de ser un artista reconocido a nivel mundial, súper venta, sí, todo perdido, mi familia.

No es que las ideas no acudieran a mi cerebro, durante los tres meses de prórroga, es que cada una era insustancial, carente de alma, de vida. Incapaz de una revolución, incapaz de ser parte del Canon de la pintura, incapaz de ser una obra maestra, incapaz de ser Rembrandt. Como deseo jamás haber tenido tal apetito de fortuna, de trascendencia. Y quién iba a decirlo, todo iniciado en un superfluo concurso de pintura local.

En un pueblo pesquero, pueblo torvo y aburrido. El artista no escapaba de los motivos del mar, un claro ejemplo, lo era mi mujer, Laura, dedicada a satisfacer las pupilas de los extranjeros con simplonas cursilerías, pero que lograban mantener a flote la economía familiar, sobretodo siendo padres de trillizos. Y qué decir de los escritores: cuentos, odas, sonetos, incluso elegías, con peste acuática todas insufribles, quizás algo de sargazo las mejoraría.

Ah, solo pensar en los murales que tapizan el malecón, más llenos de peces que el océano mismo. La falta de crítica los hundía en un vómito expresado en la frase: “mira qué bonito”. Autodidactas de mierda. Yo sí tuve maestro. Un viejo libro sin portada, cuya única mitad legible me enseñó lo suficiente como para estar por encima de cada uno de ustedes. No comprendo cuál es su dínamo, su fuerza, su fantasía creadora. Los simples trazos de Picasso, en cualquiera de sus grabados, inspiran más que todas las creaciones de su gremio artístico.

Olvidaron a Siqueiros, pero cómo, si en los cócteles, no paraba de mencionarlo, a Goya, a Van Dyck, ¿recuerdan? Siqueiros el expulsado de USA, el militar, el que incendió al pueblo latinoamericano con sus murales, que mostraban la terrible situación de los oprimidos. Y sus murales colegas ¿qué buscan? ¿Mostrar la belleza del puerto? Pero si lo tenemos frente a nosotros cada día, no somos ciegos. Es bello, sí (el puerto).Pero sus murales, bobalicones, solo embelesan con la técnica a los poco entendidos, pero carecen de vida. Basta.

Continuaré con la historia. Como he mencionado, todo comenzó con un concurso de pintura. Jamás había yo concursado en alguna de las sin fines convocatorias, cuyo tema, claro, era siempre, retratar al puerto. Ninguna de mis obras se preparaba para afrontar a público alguno, eran en todo caso, pintadas para mi aprendizaje. Me pasaba noches enteras copiando al óleo las láminas a color del libro de historia del arte, que tiempo atrás, mientras jugaba con mis hijos, a esconderme, hallé en un predio abandonado. Al revisar su contenido lo atesore. Y es que dibujar era mi pasatiempo favorito y mi madre una pintora reprimida por mi padre. Pero con las lecturas lo convertí en mi estilo de vida, en la redención del camino artístico de mi familia. Abandoné mi empleo de herrero por lo cual mi taller se convirtió en un resguardo exclusivo para mi proceso de transformación, de aprendizaje. Inmiscuido estuve en el ambiente artístico, siendo Laura el pretexto, pero me parecían artistas muy medianos, para mi obsesión, así que me retiré de sus espectáculos, aunque como he dicho todo lo que hacía no era para exponerse, pero el deseo de mostrarme al mundo era latente. A veces iba a una cafetería asidua por artistas, quizá con ánimo de hallar en alguno de ellos lo que esperaba de mí. Y fue cuando encontré al maestro Oddi Nebrum, vacacionando en el puerto. Al principio no pude verlo, el café pululaban curiosos. No tenía idea sobre su trabajo. Pero me interesó la manera en que tenía de lacayos a los más importantes, y más vanidoso pintores. Investigué más sobre su obra. El nuevo Rembrandt, decían de él. Me pareció alguien de quién poder aprender. Por lo tanto al enterarme que el ministro de cultura había pagado lo suficiente como para que Oddi Nebrum, fuese el juez del concurso, me entusiasmó. Era mi oportunidad de instruir a cada mediocre con una pintura de calidad, que confiado estaba no entenderían, así que de ser avalada por Oddi Nebrum, los enviaría al retiro o quizá la tumba. La idea me fascinaba.

Faltaba un mes para presentar obra al concurso. No pensé al principio en construir algo nuevo. La confianza se movía en mí tan ávida. Pero un grave pesar, como ave de mal agüero, rondaba mi mente. ¿Y si yo, el destinado a aleccionar, sufría un revés? No podía permitirlo. Cavilé durante días en algo innovador. En algo que hiciera al nuevo Rembrandt, llamarme maestro. Pero en cada intento, ¡la vergüenza! Me descubrí siendo presa de los motivos que tanto odiaba. Motivos que era incapaz de dar un nuevo enfoque. A una semana de cerrar el concurso, me hallé caminando en el malecón, frustrado.

El sonido del reloj, marcando las diez de la mañana, en la cima de la solitaria torre, en medio de la plaza principal, las personas se apresuraban hacia la iglesia. Los pescadores dejaban todo e iban a misa. Lo tuve claro. La pintura estaba en mi mente. Corrí como desquiciado hacia mi hogar para poner manos a la obra. Pero tanto lo hube intentado los días anteriores que al estar en mi taller, noté la carencia de lienzo y óleos. No tuve otra opción más que tomar los ahorros de mi esposa, guardados bajo el colchón, sus herramientas eran pigmentos hechas por ella misma preparados con agentes de la naturaleza, o los conseguía de afuera, aprovechando los viajes de sus amigos. Pero no se me daba el manejo de esa clase de tintes. Fui a la improvisada tienda de suplementos para el artista (en verdad aquel era su nombre). Entré y estaba siendo asaltada por un sujeto, amagando con un cuchillo de carnicero al dependiente, pensé en salir, pero recapacité al ver la oportunidad de hacerme de materiales, tome el marco más grande que podía llevar, este ya con el lienzo grapado y metí un montón de óleos en las bolsas del pantalón. Pero el ladrón se fijó en mí.

Solté el marco sobre él pero el reaccionó y por suerte solo me rozó la playera con el cuchillo. No tuve más opción que darle parte del dinero, y así se olvidó de mí y corrió. Tomé de nuevo el marco y corrí tras sus pasos pero con rumbo a mi casa, la obra debía llevarse a cabo sin importar nada más.

Sobrepasado, aproveché la agitación en mi mente, el opus mostraba su forma.

Del resultado, bueno, han pasado ya un par de años, y después del concurso, lo destruí, debido a cierto dictamen que revelaré más adelante en el relato, así que solo daré algunos detalles no tan técnicos.

De atmósfera de podredumbre, el fondo de sombras grises y de negro marfil, colores que debí tomar de Laura, -sin fijarme la mayoría de óleos que sustraje de la tienda fueron

blancos- devoraban el reloj, que tenía el aspecto de estar derrumbándose, ligeros haces de luz blanco plomizo y verde malaquita predominando las segundas, se desprendían de las grietas. En lo demás del cuadro, aparecían hombres y mujeres, más bien fantasmas, al estilo de Goya, tan solo como espectadores, con rostros compungidos, en semicírculos, a los laterales pero a distancia, en el fondo, de las figuras principales, de las cuales la más predominante era un ser ataviado de joyas en su manto púrpura, en el pecho una sólida cruz de oro, su demás vestimenta y el resto de su tórax eran sombras, más bien humo, en sus brazos carnosos pero con carácter post mortem cargaba un infante, quién tenía los colmillos de la criatura penetrando en su pálido cuello, posada en su pecho, alimentándose igual del niño una golondrina antropófaga. Bajo el esqueleto de uno de los pies de la figura vampírica una biblia sobre la constitución resguardada en el palacio de justicia. Del reloj salían murciélagos, rondando a los peces muertos que inundaban el suelo, entre los cadáveres se alzaba una cruz marinera con herrumbre resquebrajada. Quizá símbolos más, quizá menos.

El día de la exposición el contraste no podía ser mayor. Todos exceptuando uno y el mío eran de una calidad ínfima, el otro un autorretrato de una mujer naufraga de días, a mi parecer resignada en medio de una tormenta dando la espalda observando el mar intranquilo y el rostro reflejándose en una gran ola oscura donde asomaban también tres monstruos marinos que están por golpear la barca. Y qué sorpresa, descubrir en aquella faz, la imagen de Laura , quién ignorándolo yo, también ella había participado.

Oddi Nebrum, dijo ante todos, -siendo el cuadro de Laura y el mío los finalistas-.

“He aquí dos obras de sumo valor. Cercanas al arte que yo predico, sin embargo debo presentar ante ustedes a una obra victoriosa. Escojo a «La barca del pensamiento» -refiriéndose al cuadro de mi esposa-, por sobre esta, siendo el motivo, pienso, que es por mucho el más sincero, a diferencia de este otro -señalando el mío- tan laborioso, pero plagado de falsas imágenes, creo que su discurso narrativo es pobre a comparación”.

Caí en un abismo, del cual creí nunca emerger.

En el cóctel mi esposa rehuía de mí, pasando de entrevista a entrevista, de saludo a saludo. Yo enojado por ser expuesto de esa manera, tampoco podía sacarme de encima las condolencias disfrazadas de fascinación hacia mi cuadro. Harto decidí escabullirme, pero

Oddi Nebrum, me llamó. Quería que Laura y yo fuéramos sus discípulos, que apresar de todo, teníamos mucho talento y con su ayuda traeríamos a esta realidad obras maestras.

El problema, solo podía encargarse de un pupilo, y sabiendo de nuestro parentesco, nos aconsejó que lo decidiéramos en el transcurso de la noche ya que temprano por la mañana volvería a su lugar de trabajo, y que de no poder ir con él, en ese preciso momento significaría un rechazo.

Ah qué infierno. Discutimos como era de esperarse, los trillizos dormían en casa de su abuela, así que no existía motivo para contenerse. Al final de la noche, apaciguados, por el bienestar de nuestros hijos, nadie iría con Oddi Nebrum al amanecer.

Hicimos el amor. Laura entre mis brazos dormía profundamente.

Yo no conciliaba el sueño. Salí de la cama, coloqué algunas prendas en un bolso marinero y dejé atrás a Laura y a los trillizos para ser discípulo de Oddi Nebrum. No. Los dejé para demostrar al mundo el gran artista que sabía era yo. Y claro la plata. Todo estaba planeado. Depuraba mi técnica. Elaboraba obras de arte. Exponía. Vendía los cuadros y después triunfante, volvería al puerto, regresaría a Laura y a los niños.

Pero el tiempo que estuve con Oddi Nebrum, fue de lo peor. Más allá de mis capacidades, no supe adentrarme en el mundo que creía me pertenecía por heredad. Por mero destino. Pero sorprendentemente el maestro me tuvo sorpresa no uno sino un par de años. Ya que mi empeño lector, mi curiosidad, mis ideas, le brindaban la sensación de que yo tenía un talento que pronto aflorará. Pero el límite de su paciencia se terminó, me dio una última oportunidad de veinticuatro horas para pintar algo que cautivador o valiese para seguir siendo alumno suyo. El día paso, pero me extendió la esperanza a dos más, luego una semana, así hasta llegar a los tres meses, justo a la hora del amanecer, sin más oportunidades.

Desesperado, tomé una escápula y rasgue mis muñecas, lanzándome hacia el arte definitivo, la muerte. Impregné sobre el lienzo mi sangre. ¿Qué hay más puro que entregar la vida por lo que amas?

Y ahora estoy aquí, de nuevo en el puerto, donde nací y seguro moriré. Sin empleo. Sin familia. Laura no me aceptó en su vida de nuevo. Han supuesto sus pinturas una revolución

artística que la han llevado a Europa y Sudamérica, donde conoció a su actual pareja un cantante brasileño, y donde tienen planes de mudanza.

Pero lo que en realidad turba mi mente ha sido, ver a lo que considero mi gran obra maestra, el lienzo, donde vertí mi sangre, siendo la obra maestra de Oddi Nebrum, quién tiene ahora en circulación varias copias que supe se venden por cantidades exorbitantes.

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