Mauro Barea (Cancún, 1981). Estudió la Maestría en Creación y Apreciación Literaria en el IEU Puebla. Finalista en el I Premio Hispania de Novela Histórica de Madrid y consultor del documental sobre Gonzalo Guerrero Entre dos mundos. Actualmente colabora en las revistas Relatos sin contrato (España) Bitácora de vuelos (México) y escribe la columna Mexicano en Gades para el periódico El Castillo de San Fernando (Cádiz).
Correo electrónico del autor: bareagm@gmail.com
Actualmente radica en España.
Terra incognita
Nos vimos a los ojos, rodeados por la oscuridad y conectados por el ridículo haz de la linterna. Mi corazón, bajo la metralla de la sangre, era un pistón de increíbles vaivenes. El enorme gato, tatuado de motas negras, ronroneaba y serpenteaba la cola en movimientos hipnóticos. Deslizaba sus patas sobre la arena, a unos metros de mi hamaca; no se acercaba, pero tampoco daba un paso atrás. Entonces, en un arrebato propio del instinto prehistórico, descubrí que me estaba cercando. Emilio me tocó el hombro con suavidad, haciendo que me paralizara de terror. Se agachó a mi lado. No llevaba ni su escopeta ni su machete y eso me indicó que iba a morir en las garras de la fiera. “No se mueva, mi jefe. Es un balam y te está conociendo”. Sus palabras emergían de las palmeras, y reverberaban en las negras bocas de las olas estrellándose en la playa.
¿Cómo me metí en esto? Todo sucedió repentinamente, hace una semana. La Dependencia giró la orden y resultó que tenía que ir con Bustos en una tarea de exploración al fin del condenado mundo. “Es el Caribe” dijo el secretario con una sonrisa complaciente. “Se van con cargo al Banco de México, cuatro días. Quiero que recopilen datos. Cómo es el paisaje, las playas, la costa, el clima. Es un viaje de primeras perspectivas. El Banco quiere que tú y Bustos, los mejores ingenieros que tenemos, elaboren un informe. Ese informe lo verán personas importantes, así que necesito de toda su capacidad, Anaya. Puede o no dar marcha a algo importante, definitivo.” Escuchaba al secretario sin parpadear, pero apenas podía entender. Fue hasta que preguntó “¿Puedo confiar en usted para esta tarea?” cuando respondí con un revés de tenista profesional, Pues dígame a qué hora sale el camión. El secretario rio, y me extendió una carpeta. “No seas pendejo, Anaya. Para ir allá, sólo en avioneta.” Y eso fue todo. Hallé a Bustos algo afectado por la repentina misión; no quería ir, pero tras tibias objeciones, terminó acatando la orden.
No tuve en cuenta las palabras del secretario hasta que esa mañana nos montamos en la avioneta y partimos del aeropuerto civil. Debo confesar que era la primera vez que volaba, y sentí un vacío terrible en el estómago cuando la aeronave despegó las llantas del suelo. Bustos se divertía con mis reacciones, el hijo de la chingada. La mancha urbana allá abajo me impresionó, la Ciudad de México y sus volcanes nevados difuminándose en las nubes me impulsaron a oprimir el obturador de la Nikon varias veces. Pronto me acostumbré a las alturas y me animé al ver el Pico de Orizaba y la línea de costa, que tampoco había visto nunca. Cuando el Golfo de México se abrió frente a nosotros Bustos ya roncaba en su asiento, con el sombrero sobre la cara.
Empezamos el descenso. El calor aumentaba y me di cuenta de ello cuando las primeras gotas de sudor resbalaron por mi frente. Las nubes se apartaron y vi la costa, el Caribe. ¿Eso es México?, me pregunté. En mi poco entendimiento centralista, viviendo en la gran urbe, no podía entender que aquellas playas remarcadas por una línea blanquísima delimitando aguas de colores azules y verdes fuesen “México”. “¿Ve la isla en forma de pez? Es Isla Mujeres. Ahí vamos a aterrizar”, dijo el piloto. Una pequeña pista de tierra dio paso a la avioneta y aterrizamos no sin una buena zarandeada. No abríamos la puerta y Bustos ya se abanicaba con su sombrero, maldiciendo. Transpirábamos terriblemente. Cuando el piloto al fin abrió la portezuela, el calor nos golpeó directo a la cara. Era mediodía y el sol incendiaba la tierra, sin misericordia. Increíblemente, Bustos no se quitó su saco y corbata. Luego entendí que, como buen defeño, quería impresionar a la provincia: el delegado de aquel pueblo ya nos esperaba en el aeródromo hecho de zacate y palos. Nos saludó efusivamente y con un acento bastante peculiar: “licenciados, bienvenidos a Isla, soy Fulgencio N.” Saludé torpemente, el calor me hacía ver doble. Bustos hizo una mueca de oculto desprecio que sólo yo pude ver. El delegado era un indígena maya, moreno y de baja estatura. Vestía una guayabera y pantalones de manta y calzaba unos huaraches de cuero. Fulgencio nos llevó en un auto que más bien parecía una carroza oxidada a las oficinas de gobierno de la isla, donde tenía su despacho. Bustos dejó las formalidades, y el saco y la corbata habían desaparecido. “Estarán allá enfrente unos cuatro días, les recomiendo llevar malatión para los moscos.” “¿No nos pueden llevar y traer diario?”, preguntó Bustos de mala gana. “En el mensaje dice que tienen que pasar la noche allí, lic”, concluyó el delegado. En efecto, las órdenes expresas eran pasar las tres noches en ese lugar. El Banco pagaba.
Fulgencio nos instaló en el hotel de Lima, un viejo por demás agradable que había sido diputado en los cuarenta y que conocía muy bien la capital. Nuestros ánimos regresaron mientras la plática se avivaba y tomábamos la cerveza helada con un ceviche de caracol que jamás había probado. Terminamos la noche escuchando salsa cubana de un tocadiscos que el viejo Lima tenía en el lobby. La primera noche fue más que aceptable.
Fulgencio, madrugador como un gallo, nos esperaba fuera del hotel para llevarnos al muelle. Desperté a Bustos y nos vestimos de mala gana. No vi más al viejo Lima. El sol apenas daba atisbos de salir y la resaca por las cervezas de anoche raspaba mi cerebro.
En el muelle aguardaba un hombre moreno como Fulgencio, de manos grandes y vistiendo solo un pantalón de manta. Sonrió al vernos. “Emilio Maldonado será su guía allá enfrente. Cualquier cosa que necesiten, con él, se las sabe de todas todas. Nos vemos el viernes aquí para llevarlos al aeródromo.” Fue lo último que dijo el delegado, y se despidió sin más. Bustos no reprimió una mirada de sorpresa como diciendo ¿sólo éste? Emilio Maldonado nos miraba con un dejo de burla, quizá no malintencionada —los capitalinos tendemos a pensar eso de los provincianos— pero que dejaba ver que no pertenecíamos a aquel lugar. “Yo les recomendaría quitarse los zapatos y quedarse en camiseta” fue lo único que dijo antes de subir a su lancha llena de redes, cañas rudimentarias y un tipo de cajas de madera hechas con bejucos. Bustos reñía con su propia maleta mientras temblaba, tenso, al subir a la barcaza.
Por fin nos pusimos en marcha. El motor, viejísimo, tosía como una motocicleta y poco a poco nos fuimos acercando al continente. “Saca la cámara, ¿no?” me recriminó Bustos. Se me había olvidado por estar embelesado con el paisaje. Era como estar en la Isla del Tesoro, en el siglo XVI, con un indio guía lanchero. La saqué a tiempo para fotografiar unas tortugas que nadaban a nuestro lado, asomando los morros a la superficie y aspirando el aire como si nada. Nos acercamos a una muralla de duna costera, blanca y brillante. Siempre que miraba las fotos de Acapulco y Veracruz, identificaba a la arena como algo terroso y café. Como indicaba el plano, aquello era un arco hecho casi en su totalidad de arena moldeada al paso de miles de años, de acuerdo a los estudios topográficos que aparecían en las carpetas. Cuando desembarcamos, quedé maravillado. Bustos inclusive estaba boquiabierto. Estábamos en una playa kilométrica y brillante, con una fila interminable de cocoteros que nos miraban como centinelas verdes, ondulando sus palmas ante la brisa caribeña. La arena era como talco, finísima, una sensación que mis pies desnudos recibieron de buena gana. Subimos por la duna, y me di cuenta que Emilio nos había traído a uno de los vértices de aquella isla arenosa y serpenteante. No nos alcanzaba la vista para demarcar la playa, de un color turquesa, cristalino, limpio. “Adentro hay una lagunita donde se pesca camarón y langosta, pero también hay mucho cocodrilo. Aquí ando pa’ lo que necesiten”, concluyó Maldonado.
Pasada la impresión inicial, Bustos sacó de su maletín las herramientas de medición. Continué fotografiando y reconociendo el terreno. Seguía sin creer que aquello fuese México, el de la capital ruidosa, sierras polvorientas y pueblos miserables perdidos en el desierto pedregoso. Cuando el sol pegaba desde lo más alto, nos arrimamos a la sombra de una palmera a descansar. Emilio salió de la maleza con un rifle al hombro, cargando unos cocos, verdes, enormes. Cortó la cáscara hábilmente con su machete y nos tendió dos a cada uno. “Procuren no tomar mucha”, advirtió, “da pirix ta’, cagalera”. Reímos de buena gana. Los partió y comimos la pulpa con avidez, un manjar.
Seguimos nuestra caminata por la lengua de arena. Las palmeras nos daban la sombra anhelada y la tarde se degustaba bastante bien con la brisa, inalterable. “Miren, jefes, miren”, nos llamó Emilio, con su sonrisa característica, agitando las manos. Mientras nos acercábamos, vi tras una de las incontables dunas algo que revolvía la arena con frenesí, levantándola en tenues remolinos que el viento dispersaba. Una tortuga, gigantesca, usaba sus aletas como palas flexibles. No tenía idea de lo que estaba pasando. Bustos murmuró respetuosamente, como si estuviese en una misa de domingo “va a poner huevos, joder, qué cabrón, qué cabrón”. “Josefina viene cada año por acá, casi en el mismo sitio lo hace”, dijo Maldonado. ¿Josefina?, pregunté, sin entender del todo. “Sí, le marqué el carapacho y así sé que es ella”. Bustos me volteó a ver como diciendo este indio está loco de remate, pero en efecto, al acercarnos un poco más al animal, descubrimos una pequeña J grabada en el caparazón. Nuestra nueva amiga continuó, imperturbable, la tarea de hacer un nido para sus futuras crías, sin prestarnos mayor atención. Nos alejamos en completo silencio.
Llegamos al campamento de Emilio: una sencilla palapa hecha de palos con zacate entre los cocoteros. Llevó tres pescados que destripó en seguida, y nos pidió que juntáramos unas piedras para poder asarlos. Sacó sal y los embadurnó de una mixtura roja con jugo de limón, como condimento. El pescado fue otra sorpresa para mi paladar; no podía creerlo, yo comiendo a la orilla de la playa junto a una fogata. A Bustos inclusive le había cambiado el carácter y se le veía más alegre; Emilio nos convidó un licor dulzón para el “desempance” que llamaba xtabentún y que el inge tomó no sin unas muecas de extrañeza. Al segundo vaso ya no le importó el sabor.
Cuando el sol se ocultó, auténticas nubes de moscos y tábanos salieron de la nada y nos atizaron con una rapidez formidable. Cuando sacábamos el malatión, Emilio señaló el insecticida “esa madre no sirve, jefes”. Entonces, con toda calma, juntó cáscaras de coco seco y les prendió fuego. “Vénganse pa’ acá, mientras pasa la hora buena”. Sin pensarlo, dejamos que nos envolviera el humo blanco de los cocos. Los ejércitos aéreos zumbaban con furia a nuestro alrededor, sin acercarse; era como magia. Al poco rato los insectos desaparecieron tan repentinamente como llegaron, y nos apartamos del ahumadero. Sentía los ojos ardientes y la garganta rasposa. Una que otra roncha daba cuenta de la escaramuza.
Contemplé una de las noches más impresionantes de mi vida. En verdad podíamos ver la Vía Láctea desde ahí, el polvo galáctico y luminoso esparcido en la bóveda celeste como única luz, además de la pequeña hoguera de Emilio. Me sentí de momento en una isla desierta, en el fin del mundo, si cabía la expresión. México se antojaba un país lejano desde ahí, ¿cómo esperaba construir el Banco y el gobierno una ciudad, de la nada, ahí, lejos de todo? Sonaba a locura. “Esto no puede compararse con ningún otro lugar del país” dijo inopinadamente Bustos, como si me adivinara el pensamiento. “¿Sabes lo que es el Turismo?” Viajar, conocer lugares, monumentos, le respondí en automático. “Y venir a pasar días tirado en un paraíso como este, Anaya. Porque eso es lo que es este lugar, muy en el fondo, lo es.” Recordé lo que dijo el secretario: era un viaje de primeras perspectivas. Independientemente de la evaluación de ingeniería, la primera perspectiva que comentaba Bustos era, en efecto, una postal perfecta, un Acapulco a la enésima potencia, hoy un diamante en bruto. Éramos los primeros que mandaban para verificar el lugar. Unas ratas de laboratorio enviadas al paraíso salvaje.
Emilio trajo unas hamacas para nosotros. Para ser sincero, tampoco había dormido en una antes. Se me heló la sangre cuando descubrí que dormiríamos a la intemperie. “No pasa nada jefes, los animales no se acercan, y cuando lo hacen, al menor movimiento, jalan pa’l monte”. Bustos se encogió de hombros, borracho e insolado, con la cara rojísima: “pues lo que se vaya a empeñar que se venda de una vez, Anaya”.
Entre cabezadas y el cansancio del día me fui desconectando de la realidad. Las olas estrellándose en la playa me arrullaron. Entonces un ruido de maleza me trajo de nuevo a la superficie. Abrí los ojos y no atreví a mover un músculo. Todavía estaba oscuro, y entre el ruido de pisadas identifiqué algo como ronquidos. Debía ser Bustos, pero vi que el inge dormía a mi lado y los ronquidos venían de más lejos. Como pude, saqué una pequeña linterna del bolsillo de mi pantalón, y apunté a una de las dunas. Fue ahí donde me encontré cara a cara con el felino. Pensé en un leopardo por las motas negras sobre el pelaje amarillo; era enorme y daba un aspecto respetable. Entonces escuché la voz tranquila de Emilio, que me estaba conociendo. Tras unos instantes, los más angustiosos de mi vida, el animal perdió el interés en nosotros y se alejó por la costa, campante, dueño de aquel lugar. Bustos, perdido en el sueño, jamás se enteró de aquel encuentro.
El amanecer fue una redención, algo casi religioso: el sol emergiendo del Caribe, sus rayos horadando las nubes, la brisa peinando las dunas. Los días restantes vi cocodrilos que Emilio me mostró en la laguna, que llamaba boca de Nichupté. Los manglares, auténticos laberintos naturales, emergían de las cristalinas y mansas aguas de la laguna, reflejando mundos adyacentes debajo de nuestras pisadas. Vi aletas triangulares deslizándose no muy lejos de la costa. “Esos no muerden a menos que uno se acerque a las crías”, decía confiado Emilio, con su sonrisa perpetua. A partir de ese momento, Bustos no volvió a meterse al mar, y se centró en el trabajo de las mediciones. Parvadas de loros, tucanes y muchísimos más pájaros volaban a toda hora sobre nuestras cabezas; a veces hacían un ruido impresionante. Tomé apuntes en mi libreta y saqué más fotos.
“Acá habrá que rellenar, Anaya” dijo Bustos, sacándome de una de las tantas visiones que me acometían al ver las lanchas deslizándose sobre la laguna, llevando copra y pesca del día. ¿Rellenar?, le pregunté, incrédulo. “A huevo, esta parte del brazo de arena es muy delgada, apenas cabría un carril de avenida” ¿Avenida? ¿Hablas de asfalto? ¿Concreto, Bustos? Mi mente estaba escandalizada por sólo pensarlo. No podía creer que me preguntara eso como constructor; era más que obvio. Hice los cálculos de mala gana. En efecto, tendría que rellenarse una gran parte del brazo de duna. Quizá de piedras grandes para hacer buena base debajo del asfalto que se requeriría, ya que la laguna tenía cierta profundidad. Le pasé la información a Bustos. Revisó los datos, y asintió con un gruñido.
Al tercer día cayó una tromba descomunal, casi de la nada. Viento, lluvia y nubes negras se aporrearon contra las palmeras, doblándolas sin misericordia. Bustos se sobresaltaba como un niño con los rayos cercanos; el viento ululante cimbraba con fuerza la palapa de Emilio. La tormenta duró unas dos horas, y casi en seguida, el sol salió en todo su esplendor; estábamos desconcertados y empapados hasta los huesos. “Suele pasar, jefes” dijo Emilio, seguro ya acostumbrado nuestra incredulidad.
Pasaron los cuatro días y nos despedimos de Emilio. Nos regaló “recuerditos”: conchas y caracolas del tamaño de sandías. Cuando lo saludé por última vez, una sonrisa como de melancolía asomó por un instante en sus facciones bronceadas. Me estremecí al descubrir que eran de una triste y demoledora premonición. “Yo planté casi todos los cocoteros que ves”. Fue todo lo que dijo.
Cuando Fulgencio nos recibió en el muelle de Isla Mujeres, no pudo menos que sorprenderse de nuestras fachas; la barba de varios días de Bustos, y el reflejo cansado de viejos náufragos en nuestras caras quemadas por el sol. ¿Cómo les fue, lic? preguntó a Bustos. “De su puta madre”, masculló entre dientes, fulminándolo con la mirada. Comenté por cortesía que teníamos lo que necesitábamos y apuradamente le di las gracias.
¿Se haría el desarrollo? ¿Funcionaría? Mientras regresábamos en la avioneta a la capital, pensé en la tortuga Josefina haciendo su nido, y en los brazos fibrosos y morenos de Emilio acunando a su amante secreta, ayudándole a palear la arena que caía y caía con los siglos en esa misma duna. Me preguntaba quién tendría el valor de habitar semejante lugar, quién tendría los arrojos de arrebatarle eso a lo primitivo. ¿Sólo el tiempo lo diría? ¿El gobierno, los banqueros? Bustos anotaba y anotaba como poseído en la libreta, bosquejaba y dibujaba líneas, una suerte de sietes sobre el cuadriculado: un puente aquí, una aeropista más allá, todo con el nombre Kaankun en el margen. Entonces caí en la cuenta, y un estremecimiento en la baja espalda me indicó que yo era, Bustos, lo era también. Éramos unos mensajeros para Emilio, Josefina, y todo lo que habíamos visto en Kaankun. Mensajeros de que el país y el progreso caerían sobre ellos muy pronto y sin misericordia, como la tromba que había surgido de la nada, y mi castigo sería presenciarlo. Los ojos de Emilio me lo habían dicho todo: en sus pupilas navegaba la premonición de lo inevitable.